LIBROS JUVENILES
A Julie Strauss-Gabel, sin
la que nada de esto
podría haberse hecho
realidad
Y después, cuando
salimos a ver su lámpara
acabada
desde el camino, dije que
me gustaba el brillo de su luz
a través del rostro que
parpadeaba en la oscuridad. Supongo que a cada quien le
corresponde su milagro. Por ejemplo,
probablemente nunca me caerá encima
un rayo, ni ganaré un Premio Nobel, ni
llegaré a ser el dictador de un pequeño
país de las islas del Pacífico, ni
contraeré cáncer terminal de oído, ni
entraré en combustión espontánea. Pero
considerando todas las
improbabilidades juntas, seguramente a
cada uno de nosotros le sucederá una de
ellas. Yo podría haber visto llover
ranas. Podría haber pisado Marte.
Podría haberme devorado una ballena.
Podría haberme casado con la reina de
Inglaterra o haber sobrevivido durante
meses en medio del mar. Pero mi
milagro fue diferente. Mi milagro fue el
siguiente: de entre todas las casas de
todas las urbanizaciones de toda
Florida, acabé viviendo en la puerta de
al lado de Margo Roth Spiegelman.
Nuestra urbanización, Jefferson Park,
había sido una base naval. Pero llegó un
momento en que la marina dejó de
necesitarla, de modo que devolvió el
terreno a los ciudadanos de Orlando,
Florida, que decidieron construir una
enorme urbanización, porque eso es lo
que se hace en Florida con los terrenos.
Mis padres y los padres de Margo
empezaron a vivir puerta con puerta en
cuanto se construyeron las primeras
casas. Margo y yo teníamos dos años.
Antes de que Jefferson Park fuera
Pleasantville, y antes de que fuera una
base naval, era propiedad de un tipo que
se apellidaba Jefferson, un tal Doctor
Jefferson Jefferson. En Orlando hay una
escuela que lleva el nombre del Doctor
Jefferson Jefferson y también una gran
fundación benéfica, aunque lo fascinante
y lo increíble, pero cierto, del Doctor
Jefferson Jefferson es que no era doctor
en nada. Era un simple vendedor de
zumo de naranja llamado Jefferson
Jefferson. Al hacerse rico y poderoso,
fue al juzgado, se puso «Jefferson» de
segundo nombre y se cambió el primero
por «Dr.», con D mayúscula.
Cuando Margo y yo teníamos nueve
años, nuestros padres eran amigos, así
que de vez en cuando jugábamos juntos,
cogíamos las bicis, dejábamos atrás las
calles sin salida y nos íbamos al parque,
en el centro de la urbanización.
Me ponía nervioso cada vez que me
decían que Margo iba a pasarse por mi
casa, porque era la criatura más
extraordinariamente hermosa que Dios
había creado. La mañana en cuestión, se
había puesto unos pantalones cortos
blancos y una camiseta rosa con un
dragón verde que lanzaba fuego de color
naranja brillante. Me resulta difícil
explicar lo genial que me pareció la
camiseta en aquellos momentos.
Margo, como siempre, pedaleaba de
pie, con el cuerpo inclinado sobre el
manillar y con las zapatillas de deporte
de color morado formando una mancha
circular. Era un caluroso y húmedo día
de marzo. El cielo estaba despejado,
pero el aire tenía un sabor ácido, como
si se avecinara una tormenta.
Por aquella época me creía inventor,
así que, después de haber atado las
bicis, mientras recorríamos a pie el
corto camino que nos llevaría al parque
infantil, le conté a Margo que se me
había ocurrido un invento llamado
Ringolator. El Ringolator sería un cañón
gigante que dispararía enormes rocas de
colores a una órbita muy baja, lo que
proporcionaría a la Tierra anillos muy
parecidos a los de Saturno. (Sigo
pensando que sería una buena idea, pero
resulta que construir un cañón que
dispare rocas a una órbita baja es
bastante complicado.)
Había estado en aquel parque tantas
veces que me lo conocía palmo a palmo,
así que apenas habíamos entrado cuando
empecé a sentir que algo fallaba, aunque
en un primer momento no vi qué había
cambiado.
—Quentin —me dijo Margo en voz
baja y tranquila.
Estaba señalando. Y entonces me di
cuenta de lo que había cambiado.
A unos pasos de nosotros había un
roble. Grueso, retorcido y con aspecto
de tener muchos años. No era nuevo. El
parque infantil, a nuestra derecha.
Tampoco era nuevo.
